En el pequeño y aislado pueblo de Las Estrellas, los ancianos siempre hablaban de las noches en que el cielo brillaba más de lo normal, noches en que, aseguraban, los visitantes de las estrellas descendían. La gente del pueblo, con una mezcla de temor y fascinación, jamás se atrevía a mirar directamente hacia el resplandor.
Una noche, Eva, una joven curiosa y rebelde, decidió desafiar las antiguas advertencias. Mientras todos dormían, ella se aventuró hacia el bosque, justo cuando una luz intensa comenzaba a descender. Oculta entre los árboles, vio una nave de aspecto irreal posarse suavemente sobre el claro. Pero no fue el avanzado artefacto lo que capturó su atención, sino los seres que de él descendieron.
Eran criaturas de un aspecto fascinante, de piel azulada y ojos grandes y expresivos. Emitían una luz propia, suave y calmante. Uno de ellos, al parecer notando su presencia, se acercó. Eva, en lugar de correr, se quedó, hipnotizada.
Con movimientos delicados, el ser extendió su mano, y en el momento en que sus dedos rozaron los de Eva, imágenes y conocimientos fluyeron entre ellos. Vio su mundo, su cultura, su conocimiento avanzado y, más importante, su misión pacífica de compartir y aprender.
Antes de que pudiera darse cuenta, la luz amanecía, y los seres se despidieron con una promesa de volver. Eva, transformada por la experiencia, regresó al pueblo, decidida a compartir lo sucedido. Pero nadie le creyó.
Las visitas continuaron, en secreto, durante años. Eva recibió conocimientos que permitieron al pueblo prosperar de maneras que nunca imaginaron, bajo el manto de misterio que nunca se atrevieron a cuestionar. En Las Estrellas, se convirtió en una leyenda; la mujer que había tocado las estrellas y había traído sus secretos a la tierra. Y aunque el escepticismo prevalecía, cada noche, en secreto, alguien más miraba al cielo, esperanzado.