En la remota aldea de Ylvaine, cada noche, las estrellas parecían bailar. No eran los astros los que se movían, sino las naves de los Aelfad, seres de otra dimensión que visitaban nuestro planeta desde tiempos inmemoriales. Con cuerpos esbeltos y ojos grandes y luminosos, traían mensajes del cosmos y conocimientos arcanos.
Una noche, Elián, un joven escéptico, decidió desvelar la verdad. Mientras la aldea dormía, escondido entre las sombras, esperó. Justo antes del amanecer, un suave zumbido rompió el silencio. Una nave Aelfad descansaba cerca del viejo robledal. De ella emergió un ser, cuyos ojos parpadeaban con una luz hipnótica.
Elián, impulsado por una mezcla de temor y fascinación, se acercó. El Aelfad le habló, no con palabras, sino directamente a su mente. Le reveló secretos del universo, le mostró visiones de civilizaciones lejanas y le otorgó la comprensión de que la humanidad no estaba sola.
Desde ese día, Elián cambió. Se convirtió en guardián de los conocimientos esotéricos que le fueron confiados, tejiendo un lazo indisoluble entre Ylvaine y los visitantes estelares. Los Aelfad le enseñaron que cada alma en la Tierra tenía un propósito cósmico, un destino inscrito en las estrellas mucho antes de nacer.
La aldea de Ylvaine ya no era simplemente un punto perdido en el mapa, sino un faro de esperanza y sabiduría, un recordatorio eterno de que nuestro mundo es solo una pequeña pieza en el vasto mosaico del universo.