Bajo la espesa trama de la realidad, donde los reflejos capturan más que solo imágenes y las sombras susurran verdades ocultas, existía un portal en el jardín de Rosaline. Este portal no era visible al ojo inexperto; se ocultaba tras la cascada de rosas azules que florecían una vez cada cien años, protegido por aquellos que hablaban el lenguaje de la naturaleza.
Rosaline descubrió este secreto una noche de luna llena, siguiendo el canto de una fuente que no tenía agua, sino luz de estrellas. Al tocar la rosa más brillante con sus dedos temblorosos, la cascada se abrió, revelando un camino pavimentado con cristales de sueños y esperanzas.
Al cruzar, encontró un mundo suspendido en el crepúsculo, un reino etéreo habitado por seres de una belleza indescriptible. Estas criaturas, tejedoras de destino y guardianes de los secretos del universo, le confiaron a Rosaline una misión. Ella había sido elegida para sanar la fisura que amenazaba con desgarrar la tela de la realidad, un trabajo que solo un corazón puro y valiente podría realizar.
Armada con un elixir de luz lunar y la bendición de los guardianes, Rosaline regresó a su mundo, determinada a cumplir su destino. Pero cada vez que cerraba los ojos, podía ver el crepúsculo eterno del otro lado, llamándola. Y sabía, en lo más profundo de su ser, que una vez que la brecha estuviera sellada, el portal en el jardín se cerraría para siempre, dejándola en un lado u otro. Pero este era un sacrificio que estaba dispuesta a hacer, por el bien de todos los mundos.