Bajo el velo de una noche destilada en misterio, Elías caminaba por el sendero oculto que atravesaba el antiguo bosque de Tharsis, un lugar rodeado de rumores sobre rituales olvidados y entidades que susurraban con el viento. Portaba en su zurrón un tomo envejecido, cubierto en símbolos que danzaban bajo la tenue luz de la luna, regalo de un anciano conocedor de los arcanos perdidos que afirmaba poseer libros capaces de desentrañar los velos de la realidad.
Esa noche, la brisa llevaba consigo susurros en un dialecto no humano, guiando a Elías hacia un claro secreto donde antiguos menhires emergían, como dedos de algún coloso sepultado, apuntando hacia las estrellas. Con el libro abierto, su voz quebró el silencio nocturno, pronunciando conjuros en un idioma olvidado. La cresta de cada menhir brilló, revelando runas ocultas, mientras la atmósfera se cargaba de una presencia insondable.
De repente, se abrió ante él un portal, un abismo de oscuridad pulsante que vibraba con una energía primordial. Al cruzarlo, Elías se encontró flotando en un espacio sin tiempo, frente a una entidad de mirada infinita que habitaba más allá de la realidad conocida.
–”Buscas el conocimiento olvidado, pero ¿estás preparado para las verdades que revelará?” –su voz, una symfonía de pensamientos entrelazados, resonó en el alma de Elías.
Tras una eternidad condensada en un instante, éste asintió, sabiendo que su destino ya no le pertenecía. La entidad sonrió con mil bocas y le ofreció un libro, cuyo contenido podía transformar orbes y desatar el velo entre mundos.
Al regresar, el claro estaba vacío bajo el amanecer que empezaba a teñir con sus primeros destellos el cielo. Elías, transformado y portador de un secreto cósmico, sabía que la llave para desbloquear los misterios del universo ahora descansaba en sus manos. El equilibrio entre la luz y la oscuridad, el conocimiento y la ignorancia, la vida y la muerte, lo esperaba.