En una noche estrellada, en un pequeño pueblo olvidado por el tiempo, Ana descubrió un objeto extraño, semi-enterrado en el jardín de su abuela. Era suave, iridiscente, con símbolos desconocidos que parecían danzar bajo la luz de la luna. Temblorosa, lo tocó; en ese instante, la realidad alrededor se distorsionó.
Se vio a sí misma en un espacio vasto, indefinido. Frente a ella, seres de luz pura, cuyos ojos eran universos en sí mismos, transmitían conocimiento directamente a su mente. Hablaban de su world como un experimento, una de muchas realidades que cuidaban, y de cómo algunos de ellos colapsaban por decisiones desafortunadas de sus habitantes.
Ana, con lágrimas en los ojos, preguntó sobre el destino de la humanidad. La respuesta fue una visión del futuro, uno posible entre muchos, donde las acciones de cada individuo tejieron una red de luz que salvó su mundo, curando las divisiones y sanando el planeta.
Cuando el contacto cesó, Ana estaba de vuelta en su jardín. El objeto ya no estaba, pero su determinación de cambiar el futuro había sido profundamente sembrada en su corazón. Comprendió que cada gesto de bondad era una chispa de luz en la inmensidad del cosmos, y que juntos, los seres humanos eran capaces de tejer un destino luminoso.