En un rincón olvidado de Londres, entre callejones serpenteantes, yacía una librería conocida solo por unos pocos. Aquellos que osaban cruzar su umbral no buscaban meras historias; ansiaban conocimiento arcano, oculto a los ojos del mundo. El dueño, un hombre de edad indescifrable, custodiaba los textos más prohibidos del ocultismo.
Una noche gélida de noviembre, una curiosa joven, Elinor, entró en busca de respuestas que la ciencia le negó sobre visiones que la atormentaban desde la infancia. El silencioso dueño le entregó un tomo desgastado, “El Velo del Destino”. Elinor, intrigada, comenzó su lectura aquella misma noche.
Cada palabra la sumergía más profundo en un mundo de misterios ancestrales, un lugar donde los sueños se entrelazaban con la realidad. Pronto, se dio cuenta de que el libro era más que meras páginas; era un portal. Visiones de otros mundos y seres de poder inimaginable comenzaron a visitarla, revelándole secretos olvidados por el tiempo.
Elinor se convirtió en una aprendiz de lo oculto, caminando entre dimensiones, influyendo en sucesos con un susurro, un pensamiento. Pero el conocimiento tiene un costo. Con cada misterio develado, parte de su esencia se perdía, dejando un vacío que nada terrenal podía llenar.
Finalmente, como todos los que se adentran demasiado en los secretos oscuros del universo, Elinor desapareció. No en cuerpo, sino en alma, convertida en un espectro atado al libro que una vez le ofreció respuestas. El dueño de la librería, con una mirada de tristeza, colocó de nuevo “El Velo del Destino” en su estante, esperando al próximo buscador de verdades ocultas.